Acercaos a mí, muchachos y muchachas: dejad que arrellane mis provectas carnes en esta butaca y al calor de esta chimenea, porque voy a explicaros la historia de un grupo único que tuve la suerte de vivir. Porque Las Ruinas, ese era su nombre, no solo se escuchaban, sino que se vivían.
Mucha gente visita ruinas de grandes edificios clásicos. No están educados en el secreto: ellos ven esas columnas y arcos blancos, pero toda esa piedra y todo ese mármol ofrecía mil colores en la antigüedad. Los que las miraban sentían su corazón al galope.
Lo mismo pasa con este grupo que yo viví. Ahora han pasado muchos años y os parecerán solo recuerdos en blanco y negro, pero todas las portadas de sus discos, también sus canciones, eran una psicodélica explosión tecnicolor.
Tres eran los tipos que formaban Las Ruinas y que conocían la clave: para poder crear libremente, para no repetir lo que alguien ha dicho o hecho, uno se tiene que poner normas. Ellos se propusieron publicar diez discos en diez años. Solo un tipo que se llamaba Woody Allen hacía algo parecido, una película por año. Sí, él llevaba gafas de pasta como yo. Sí, cayó en desgracia, pero esa es otra historia.
Las Ruinas empezaron a publicar álbumes cuando estalló la gran crisis económica y lo dejaron cuando aquí vuestro abuelo se acercaba a la crisis de la mediana edad. Era un tiempo nuevo, como cada tiempo que siempre es nuevo aunque sea igual (de injusto) que el viejo. En aquella época, en esta ciudad los barceloneses aún no llevaban brazaletes pero ya trabajaban para los turistas: la palabra más escuchada en las calles era cervezabiar, la gente con cuarenta años insistía en montar en skate y llevar anillos en el pulgar y por alguna razón muchos peregrinaban aquí para comprar sombreros mexicanos. En esa década muchos perdieron el trabajo y también la juventud, recuperaron el aliento y aún más la rabia, lloraron un poco por amor y por amor propio, pero rieron porque sabían que esa es la única salvación del inteligente. Abrieron y cerraron bares de los que Las Ruinas hablaban y también abrían y también cerraban.
Las Ruinas, queridos retoños, fueron los mejores cronistas de esa ciudad ciclotímica, siempre entre la euforia y el lamento depresivo, que descubría el siglo XXI como quien se descubre las manos. Sus canciones de menos de tres minutos desataban huracanes de euforia. Eran piñatas de grandes ideas que el fan golpeaba con su palo (algunos usaban palos de selfie: otro día os hablo de esa desgracia). Alternaban el mejor costumbrismo con la ciencia ficción, Gato Pérez y las distopías de los cincuenta, las letras políticas con la honestidad personal, que también es política: yo, como ellos, cansado de mí, sintiéndome bajo en la zona alta, dejándome abducir por el OVNI. Porque eso eran sus canciones: objetos voladores no identificados, difícilmente clasificables pero siempre de un cromado radiante.
Las Ruinas habían venido de Perú, de Venezuela y también de Barcelona, pero a menudo yo pensaba que quizás eran extraterrestres con una misión. Casi la cumplen. Sacaron nueve discos con canciones originales. No llegaron al décimo. Del noveno escribí un día unas líneas en pijama, el día de los Santos Inocentes. Parecían, en esas últimas canciones, más cansados de la estupidez que nunca y sin embargo más intensos y eléctricos que siempre. La herencia de grupos políticos como Los Prisioneros, de Chile, y también esos temas de indie o hardcore que escuchaban en el Heliogábal al lado del baño, algún ramalazo hard rock y alguna gema pop. Punk, pop, helado de corte, erizo, latido cósmico, conga y caminar hacia casa pateando piedras, la mirada en el suelo. Hablaban, insisto, de líderes indígenas asesinadas, de la posibilidad de salvarse antes apocalipsis y de gente que solo quiere escuchar lo que sientes por ella. Hablaban de pensar por uno mismo (la tierra es plana y tu cabeza también), en una época en la gente solo escuchaba lo que quería oír. Hablaban de safaris alienígenas y gente en oficinas y sudando sobre bicicletas estáticas. También de explotar y por fin faltar a un trabajo que te explota y de movimientos que causaban dolor y del lugar donde nacen las nubes. Y de piedras preciosas, que brillan como brillan (cómo brillan) como brillan como Las Ruinas.
¿Que si no me entristeció que no hicieran los diez discos? Hecha la ley, hecha la trampa: el décimo fue un concierto donde tocaron sus mejores canciones, que eran todas. Grandes éxitos sobre nuestros mejores fracasos. Si soy yo quien os explica todo esto ahora es porque sobreviví a aquella gran bacanal definitiva, a ese apocalipsis sideral. Pero, permitidme ahora, muchachas y muchachos, que echemos a girar, mientras aún calientan las ascuas, ese disco alucinante. Sí, llevaba por título Alucinaje. Mirad, empezaba así: con el rayo de un Coloso que nos destruiría. No temáis. Sí, pulsad ese viejo dispositivo. Han pasado muchos años pero Las Ruinas, incluso las ruinas de Las Ruinas, serán tan importantes para vosotros como para mí. Si fuiste un grupo único, lo serás siempre.
Miqui Otero